
Pierre Ryckmans, que publica sus obras con el seudónimo de Simon Leys,
es crítico literario, novelista, ensayista, riguroso traductor de
textos clásicos chinos y un enamorado del mar. También es uno de los
autores más deliciosos y entretenidos que he tenido el placer de leer.
En La felicidad de los pececillos. Cartas desde las antípodas (Ed. Acantilado) reúne las crónicas que publicó durante dos años en Le Magazines Littéraire,
así como algunas más antiguas aparecidas en otras revistas. El resultado es un librito iluminador y variado, deliciosamente erudito, de voz amable pero también crítico y punzante. Su breve artículo titulado El imperio de lo feo me impresionó muy especialmente.
El imperio de lo feo
«Los indios de la costa del Pacífico eran atrevidos
navegantes. Tallaban sus grandes piraguas de guerra en el tronco de uno
de esos cedros gigantes cuyos bosques cubrían todo el noroeste de
América. La construcción comenzaba por una ceremonia ritual al pie del
árbol elegido, para explicarle la necesidad urgente que tenían de
talarlo, y pedirle perdón por ello. Cosa curiosa, en el otro extremo del
Pacífico, los maoríes de Nueva Zelanda hacían piraguas parecidas
ahuecando el tronco de los kauri; y también allí la tala era precedida
de una ceremonia propiciatoria para obtener el perdón del árbol.
Unas costumbres tan exquisitamente civilizadas como éstas
deberían avergonzarnos. Tal fue mi sentimiento la otra mañana; me habían
despertado los chirridos de una sierra mecánica que trabajaba en el
jardín de mi vecino, y, desde mi ventana, pude ver cómo éste
–aparentemente sin haber hecho ninguna ceremonia previa- dirigía la tala
de un magnífico árbol que daba sombra a nuestro rincón desde hacía
medio siglo. Las grandes aves anidaban en sus ramas (una variedad de
cuervos desconocida en el hemisferio Norte y que, lejos de graznar,
tienen un canto prodigiosamente melodioso), espantadas por la
destrucción de su hábitat, revoloteaban en vuelos frenéticos, lanzando
desgarradores chillidos de alarma. Mi vecino no es un mal tipo, y
nuestras relaciones son perfectamente corteses, pero me hubiera gustado
cuando menos saber la razón de su sorprendente vandalismo. Intuyendo sin
duda mi curiosidad, me anunció alegremente que sus arriates tendrían en
adelante más sol. En su Diario, Claudel menciona una explicación
parecida dada por un vecino suyo de campo que acababa de talar un olmo
secular por el que el poeta sentía apego: «El árbol ese daba sombra y
estaba infestado de ruiseñores».
La belleza llama a la catástrofe del mismo modo que los
campanarios atraen el rayo. La administración de servicios públicos que
hace pasar una autopista por en medio de Stonehenge, o una vía férrea a
través de las ruinas de Villers-la-Ville, el monje que le prende fuego
al Kinkakuji, el municipio que transforma la iglesia abacial de Cluny en
una cantera de piedras, el energúmeno que lanza un bote de pintura
acrílica al último autorretrato de Rembrandt, o el que ataca con un
martillo la madona de Miguel Ángel, obedecen todos ellos, sin saberlo, a
una misma pulsión.
Un día, hace ya tiempo, un pequeño percance me hizo intuirlo.
Estaba escribiendo en un café; como a muchos perezosos, me gusta sentir
la animación en torno a mí cuando se supone que trabajo, lo que me
produce una ilusión de actividad. Por eso el ruido de las conversaciones
no me molestaba, ni siquiera la radio que bramaba en un rincón; había
vomitado ininterrumpidamente durante toda la mañana melodías de moda,
cotizaciones de Bolsa, música de fondo, resultados deportivos, una
charla sobre la fiebre aftosa de los bovinos, de nuevo melodías, y todo
ese batiburrilo auditivo manaba como agua caliente que se escapa de un
grifo mal cerrado. ¡De pronto, milagro! Por una razón inexplicable, esta
vulgar rutina radiofónica dio paso sin solución de continuidad a una
música sublime: los primeros compases del quinteto para clarinete de
Mozart se enseñorearon de nuestro pequeño espacio con serena autoridad,
transformando ese café en una antesala del Paraíso. Pero no se puede
decir que los otros clientes, ocupados hasta ese momento en charlar,
jugar a las cartas o leer la prensa, fuesen sordos: al oír aquellos
acentos celestiales, se miraron estupefactos. Pero su desazón no duró
más de unos segundos: para alivio de todos, se levantó resueltamente uno
de ellos, fue a girar el mando de la radio y cambió de emisora,
restableciendo así una oleada de ruido más familiar y tranquilizador,
que cada uno pudo ignorar de nuevo tranquilamente.
En ese momento se me impuso una evidencia que no me ha
abandonado jamás desde entonces: los verdaderos filisteos no son una
gente incapaz de reconocer la belleza, pues claro que la reconocen y muy
bien, la detectan al instante, y con un olfato tan infalible como el
del esteta más sutil, pero es para poder caer inmediatamente sobre ella
con el fin de ahogarla antes de que pueda entrar en su universal imperio
de fealdad. Pues la ignorancia, el oscurantismo, el mal gusto o la
estupidez no son fruto de simples carencias, sino de otras tantas
fuerzas activas, que se afirman furiosamente a la menor oportunidad, y
no toleran ninguna excepción a su tiranía. El talento inspirado siempre
es un insulto a la mediocridad. Y si esto es cierto en el orden
estético, aún lo es más en el moral. Más que la belleza artística, la
belleza moral parece tener el don de exasperar a nuestra triste especie.
La necesidad de rebajarlo todo a nuestro miserable nivel, de mancillar,
burlarse y degradar todo cuanto nos domina por su esplendor es
probablemente uno de los rasgos más desoladores de la naturaleza humana.»